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Hoy leo en El País El archipiélago universitario, dice muchas cosas con la que estoy de acuerdo, pero comienza con la siguiente frase (con los números muy equivocados):

En 2010, el sistema universitario público español obtuvo 401 patentes. Robert Samuel Langer, un investigador químico del Massachusetts Institute of Technology (MIT), él solo, tiene 810, más del doble.

Desde hace varios años se insisten con estos argumentos, como si las patentes fuesen un medidor válido de la calidad de la investigación. En términos generales no lo es, y menos cuando se trata de medir investigación, la «I» de I+D.

La «certificación» que un trabajo produce un avance en el conocimiento científico se da a través del «reconocimiento de los pares», que es el proceso más importante de una publicación científica, y uno de los grandes logros de la comunidad científica. Por supuesto, como toda comunidad y organización humana, no es perfecta, se producen errores, y hay niveles. La revisión de pares falla (son humanos, con sus sesgos y manías), no todos los revisores tienen el nivel adecuado, hay errores que no se detectan, y hay revistas que no tienen el nivel adecuado. Pero a la larga, las publicaciones están disponibles  (aunque no todas son gratis ni baratas, otro problema) y los errores se terminan corrigiendo.

Aún con todos esos matices y problemas, la publicación de un trabajo en una revista reconocida, su permanencia con el tiempo, y las citas de otros investigadores, son los que terminan certificando que ese trabajo es de calidad, y que se produjo un avance del conocimiento.

Además, y lo importante, esas nuevas ideas o descubrimiento se van añadiendo al corpus del conocimiento, así se producen los avances científicos, en su inmensa mayoría son pequeños pasos (a veces con pasos hacia atrás para corregir) que se mejoran o corrigen con las aportaciones de los demás, vía las publicaciones de la comunidad científica.

Por otro lado, una patente es un monopolio que otorga un o varios estados a la utilización de una «idea». El objetivo -original, ya olvidado- era promover que los inventores hagan pública la idea a cambio de un monopolio sobre ella por un tiempo finito (actualmente, de 16 a 25 años). Pero esa «idea» no pasa en ningún caso un proceso de revisión de pares como las publicaciones científicas, es decir, no «certifican» que aporten conocimiento, ni siquiera que funcionen o tengan utilidad. Lo único que hacen es verificar que esa misma idea no esté ya registrada en su base de datos (de la oficina del país que la otorga), y si se detecta que esa patente no es válida, exige esfuerzo y dinero del litigante (a diferencia de la comunidad científica).

Hay multitud de ejemplos de patentes que cuelan sin la mínima verificación de que ya haya «arte previo»  –como la patente a la rueda, en 2001-, a las absurdas patentes de software en muchos países (incluido EEUU, que fue el primero en adoptarlas por una sentencia de la Corte Suprema) que llevan a la creación de empresas sólo dedicadas a crear patentes submarinas para el futuro, o los «patent trolls» que consiguen patentes sólo para amenazar o demandar a grandes empresas, o la multitud de patentes ridículas que se registran sólo para protegerse de demandas –caso muy reciente y conocido, el de Twitter-.

En pocas palabras, las patentes son un «monopolio estatutario», se está abusando de ellas con fines sólo económicos (muchas veces rozando o cayendo en el fraude puro y duro),  no certifican avance científico, cuestan dinero, y varían mucho entre qué es patentable y cómo se evalúan según las diferentes oficinas de patentes.

¿Qué aporta una patente? La capacidad de recaudar dinero con ella, bien legítimamente usando la idea para fabricar productos -directa o indirectamente vía licencias a terceros-, o de forma ilegítima para conseguir el control de un mercado, o demandar a las que la tienen.

Si el objetivo de una patente es fundamentalmente económico, ¿qué sentido tiene en una universidad pública? Es un tema que pocas veces se debate, y por supuesto, no lo hacen los que usan el «número de patentes» como excusa para criticar un modelo, o halagar otros. Hay un dilema ético: si la sociedad paga a investigadores de la universidad ¿cómo se justifica que esos mismos investigadores -o institución- reclamen un monopolio sobre la idea resultado de la financiación pública?

Es lógico que se pensase en ellas como un incentivo económico para que las universidades recauden más dinero para invertirlo en más investigación. Pero no suele ser el caso. La justificación habitual suele ser «para que otro no la patente, y no podamos seguir con nuestras investigaciones». Por lo que entramos de nuevo en el problema de fondo, la perversión del sistema de patentes, al que se reclama su profunda modificación desde diferentes estamentos académicos y empresariales.

A esto se suma otro dilema, poco discutido.

A la hora de puntos al currículum de los investigadores universitarios, históricamente, las patentes contaban menos que las publicaciones científicas. Se consideran una «doble bonificación», la primera es por la publicación, a la que le dan otra adicional por lograr la patente. Pero hay un movimiento dentro de las universidades -seguramente apoyados por los mismos que escriben de las bondades de patentes- de que éstas cuenten igual o más que las publicaciones científicas.

Por supuesto, esos que lo demandan no parecen haberse planteado el dilema. Tampoco parece -dado que los controles de patentes son mucho más laxos que los de buenas revistas científicas- que estén muy preocupados en mejorar la calidad de la investigación. Mas bien parece un intento de poder mejorar el currículum más fácilmente, o de intentar conseguir dinero.

¡Dinero!, pero tampoco parece ser la razón principal, porque si alguien se pone a analizar lo que se recauda por patentes -por fabricación o licencias- quizás se lleven una mala sorpresa. Si están tan convencidos que las patentes son un buen indicador, deberían ir al fondo del tema, no quedarse sólo con su número, sino con cuanto dinero se recauda con esas patentes. Al fin y al cabo es la única forma de medir la calidad de las mismas.

Pero no lo harán, porque esos «académicos» que hablan tanto sobre la utilidad de las patentes -un «monopolio» mercantilista- parecen vivir en una realidad diferente, o pretenden moldear la realidad a su gusto. De hacerles caso, acabaremos reemplazando a la comunidad científica por las oficinas de patentes.

El número de publicaciones científicas, o el «impacto» de las mismas (otra medición, dominada por monopolios empresariales privados) no puede ser el único baremo para medir la salud de un sistema de I+D (como lo llaman ahora, el I+D+i, ese «fraude intelectual» para justificar dinero gastado en empresas que no hacen I+D). Las cosas son más complejas, hay que medir muchos factores diferentes, desde los puramente académicos a otros como la calidad de la formación de profesionales, las empresas que hacen I+D, el nivel tecnológico de las empresas de un país, cuánto invierten en I+D, cuál es el volumen de negocio generado por productos elaborados con las ideas publicadas o patentadas, etc.

Lo que no se puede hacer es engañar al público haciéndoles creer que medir las patentes es un buen indicador, y menos que el objetivo principal de nuestras universidades y centros de investigación sea producir patentes. Crean un dilema importante.

Aún así, si están seguros que el sistema de patentes es el indicado, que vayan al fondo y midan la cantidad de dinero que generan, no los sellos que les puso un funcionario que ni siquiera es experto en el tema. ¡No! dirán, no se puede tratar a la investigación como si fuese sólo un negocio. Lo siento, pero las patentes se usan para eso, lo que no cuentan es que hay tantas patentes basura que no interesan a nadie, y que ya se considera a la perversión como la norma.

PS: Imaginaros un sistema de investigación público donde el objetivo fundamental sea conseguir dinero vía patentes, y en qué se trabajaría, y qué temas de investigación básica, o de «naturales» quedarían de lado. Luego nos quejamos de las «big pharmas» y sus patentes, o que se patenten genes o modelos matemáticos.