El Mundo de Baleares sacó varios artículos sobre la crisis de Orizonia y la participación de Globalia, por lo que Globalia tomó la decisión de dejar de anunciarse en ese medio. El artículo de Agustín Pery está muy bien, reconociendo el derecho a Globalia a decidir dónde poner su dinero, y que no es comparable con lo que hace un político con dinero público. Pero también relata:
Nada más conocer la decisión de la compañía, algunos compañeros de redacción se apresuraron a calificar la actuación de Globalia de censura y no pocos me recordaron los infaustos tiempos de Maria Antònia Munar en el Consell de Mallorca.
Aunque a estas alturas ya no debería hacerlo, este victimismo y falta de análisis crítico del colectivo de periodistas no deja de sorprenderme. No entiendo cómo algunos pueden pretender que una empresa privada no sea capaz de decidir como mejor le venga en gana si poner dinero de publicidad en uno u otro periódico [privado].
Sí, es perjudicial para el periódico, y el periodismo en general, que las grandes empresas eliminen la publicidad por las críticas, haciendo aún más difícil el periodismo independiente, y la supervivencia del medio. Pero no es problema de los anunciantes, es problema de la propia fragilidad del negocio propiciado por las propias empresas periodísticas.
Desde hace varias décadas el negocio de los medios, sobre todo periódicos, pasó de estar sostenido en gran parte por numerosos lectores, a que una parte cada vez mayor de esos ingresos sean de grandes anunciantes: la administración -dirigida por los políticos de turno-, y las grandes empresas. Nadie está libre de estas culpas: los anunciantes que no quieren críticas, y los medios que ofrecían el «no disparar contra el anunciante» y vender así a mejor precio sus anuncios.
Con la aparición de los medios on-line, el problema sólo se agravó, se borró de un plumazo el ingreso de los lectores, el precio de la publicidad web es muy baja, y conseguir «grandes anunciantes» es una cuestión prioritaria. Por supuesto, hay muchos menos grandes anunciantes que lectores, por lo que la supervivencia de los medios se basan casi exclusivamente en conseguir que un banco, telefónica, eléctrica o aseguradora pague precios premium.
Independientemente de la honestidad del anunciante, que puede o no exigir contraprestaciones de «no dispararles», esa dependencia crea ya un hábito de autocensura difícil de evitar, y, sobre todo, una fragilidad enorme a la empresa: su supervivencia no depende de las decisiones independientes y distribuidas de miles de lectores y anunciantes, sino de unas pocas: los directivos de unas pocas empresas.
La fragilidad es la única responsable de este problema, no la censura. Esa fragilidad fue incrementándose con los años, aunque la época dulce de subvenciones del estado (por vías directas -publicidad institucional-, o indirectas -anuncios de grandes empresas con negocios con el estado-) ayudó a ocultarla, convenientemente. Como la anécdota del pavo, que creía que su buena vida de engordar sería eterna, ya que tenían un cuidador que parecía feliz dándoles de comer… hasta que llegó el día de acción de gracias. Al pavo, como al periodismo, le apareció el «cisne negro» que creían tan poco probable, y no estaban preparados.
La solución para evitar que los «cisnes negros» te hagan desaparecer es estar preparados, aumentando la robustez para aguantar el golpe. O mejor aún, aumentar la antifragilidad para poder obtener beneficios de esos eventos inesperados. Pero ha ocurrido lo contrario, en muchos aspectos, desde el sistema bancario, pasando por la burbuja inmobiliaria, hasta la situación de los medios.
Al hablar de «censura» no sólo se está tomando una postura victimista (¡no nos pueden hacer eso a nosotros!), también se están reclamando medidas intervencionistas (¡alguien debería hacer algo!), como subvenciones del estado, cobrar a Google, o leyes de copyright más restrictivas para los ciudadanos. Pero eso sólo aumentaría la fragilidad, y los llantos volverían en pocos años.
Si se pretende reducir esa fragilidad, hay que convencer a los lectores de la importancia de un buen periodismo, y que tengan ganas de pagar por ello. Es muy difícil, pero seguro que no se conseguirá con periodismo de baja calidad, con hacerse las víctimas de una injusticia del sistema, ni reclamando que el público -u otras empresas- tienen la obligación de mantenerlos, sólo porque son importantes para la democracia.
PS: Si te llamó la atención el uso de las palabras fragilidad, robustez y anti fragilidad, te recomiendo este libro.