Etiquetas

, ,

Es curioso como eventos de nuestra infancia marcan a fuego nuestra personalidad futura. No siempre es así, por supuesto, pero sí hay algunos que con el tiempo parecen más relevantes que otros. En mi apunte Defiende lo que te ha dado tanto, expliqué ese mes de diciembre de 1989 que marcó mi obsesión por Internet (siempre había una excusa para poner Internet en todo lo que hacía, mi tesis doctoral, el ISP del que fui co-fundador en 1995 -todo con GNU/Linux-, los proyectos en los que participé…). Pero eso fue después de los 20 años, sin embargo hay otros de mi infancia que me marcaron aún más.

El primero es de 1972 o 73, yo tenía 7 años, con una de mis hermanas y varios primos fuimos a ver la película de la precoz estrella Andrea del Boca (nacimos sólo con un día de diferencia). Era una sección de tarde, creo que la película era «Había una vez un circo», con Gabi, Fofó y Miliki. En una de las escenas se preparan un plato de pasta, muy simple, sólo con mantequilla. Yo estaba hambriento, aquello me generó una angustia enorme, no podía aguantar las ganas de saltar a la pantalla para devorar ese plato. Esa misma tarde-noche llegué a casa y me preparé la pasta en casa, tal como vi hacerla en la película.

Si me dan a elegir entre la comida más sofisticada y un plato de buena pasta con mantequilla, prefiero lo segundo. De hecho, ahora, a las 4 de la mañana, me está entrando ganas de prepararla.

Esta era la pasta de la que hablaba, no de dinero.

El otro tema, mis primeras experiencias con los ordenadores, es un poco más difuso.

No recuerdo qué película o libro me hizo conocer los ordenadores de IBM, quedé obsesionado. Pero no tenía forma de siquiera poder tocar un ordenador. Yo tenía 10  años, eran a medidos de los 70. Descubrí que en la ferretería de mi padre había una enorme calculadora mecánica, de plástico gris, con botones negros y naranjas… marca IBM. Le pregunté a mi padre si eso era un ordenador (la palabra fue «computadora»), me dijo, por supuesto que no. Pero para mí era como si lo fuese, durante varios años intentaba estar a la hora de cierre de la ferretería para encargarme de sumar todo lo que se había vendido y gastado. Al final era muy rápido picando en el teclado numérico, la secretaria se alegraba cuando contaba conmigo a la hora del cierre, yo me sentía un controlador del programa Apolo.

Cuando comencé el instituto conocí a mi amigo del alma Carlos (murió de un accidente eléctrico de alta tensión hace pocos años, el año pasado su mujer, con la que salía desde que tenía 15 años, se dejó morir, de tristeza). Nos dedicábamos a la electrónica analógica, nos iba muy bien con nuestros «negocios». Fabricábamos cacharros para control de luces (las «audiorrítimicas») para disc jokeys (todavía no les llamábamos diyeis) y discotecas, amplificadores de potencia, fuentes de alimentación «especiales». Esa era nuestra vida de pueblo, lo pasábamos muy bien, demasiado.

Con 15-16 años hasta teníamos barra libre de copas en un par de puticlubs donde habíamos instalado nuestras luces (lo prometo, por mis hijas). Para la edad ganábamos bastante dinero, que invertiamos en discos de vinilo, zapatillas Adidas, vaqueros Levi’s (ambos valían una fortuna que no podían, o no querían, pagar nuestros padres) y más cacharros de audio y electrónica. El 5 de setiembre de 1982 organizamos (en menos de dos meses, ¡con 16 años!) el concierto de rock más grande hasta ese momento en la región. Fueron 12 horas de conciertos, 2.500 personas en un frío y ventoso día en el camping «El Cachilito» (todavía existe). Dimos tanto el coñazo que conseguimos hasta el auspicio de Coca Cola (eran épocas muy duras, pocos meses después de la guerra de Malvinas, seguía la dictadura, casi todos eran «cantautores de protesta»). Eso sí, con todos los problemas para gestionar viajes y músicos, me prometí nunca más repetir una experiencia parecida, y sigo sin poder tocar dos acordes en una guitarra.

En nuestras horas libres las pasábamos leyendo a hurtadillas -consentida-, libros de electrónica en una librería que había a pocos metros de donde comprábamos los transistores, triacs, resistencias, diodos, placas para circuitos impresos, el «percolato», etc. (se llamaba «Electrónica Rivadavia», justo aquí). Atendían una pareja de hermanos ya mayores, nos trataban casi como a sus hijos, nos hacían los pedidos de todas las cosas raras que sólo nosotros podíamos querer en toda la región. Un dia, Charly (así le llamábamos), cogió un listado de circuitos integrados, la mayoría eran digitales. Yo no los entendía, ni me interesaban. Pero él comenzó a leer sobre el tema. Al poco tiempo me mostró lo que había hecho. Eran sólo unos leds que formaban números, a los que controlaba cambiando las conexiones del circuito, luego avanzó más, hacía operaciones simples de sumas y multiplicaciones.

Quedé impresionado, todavía no entendía nada (ni nunca llegué a comprender del todo, por eso hace unos meses compré un par de libros) de electrónica digital. Eso me decidió: quería estudiar informática, ninguna otra cosa, quería poder programar un aparato para que hiciese sumas y restas sin tener qu tocar cables, como hacían los de IBM.

Al final, son esas pequeñas cosas las que nos marcan, y con el tiempo te das cuenta que no tienes otra cosa mejor que hacer. O eso, o sientes un vacío.

Supongo que muchos de los que se dedicaron a informática tuvieron momentos así, quizás un Sinclair, o una Commodore, o el PC de un pariente. También sé que cuando pasas por la universidad (como estudiante o profesor), o por diferentes empleos, te desanimas y ya no sientes la misma ilusión, empieza a ser una carga, el trabajo con el que te ganas la vida. Lo que no puedo entender es que, con las oportunidades y novedades que hay ahora (mucho más que hace unos años), haya informáticos o programadores que no intentan volver a recuperar esa pasión.

Si la vida te «preparó» para programador ¿qué otra cosa mejor puedes hacer? Se puede, siempre se puede, ya ni hace falta leer entre las estanterías de una librería. Y es cada día más divertido.

PS: También recuerdo muy bien un libro que me impactó mucho cuando lo leí a escondidas a mis 9 años. Siguen vivas algunas de sus «escenas» en el penal, sobre todo cómo hacían para esconder sus pertenencias valiosos. Se trata de Papillón, pero prefiero no hablar sobre su influencia 😛

PS2: Acabo de darme cuenta que no puedo usar otros pantalones que no sean tejanos, todos los que tengo son Levi’s. Vaya, con las puñeteras infancias pueblerinas.